REDES DE CONTENCIÓN
La comunidad entrerriana que logró frenar una crisis de salud mental entre sus jóvenes

En 2021, el municipio de Los Charrúas (Entre Ríos, Argentina) registró una tasa de suicidios casi diez veces superior al promedio provincial. La alarma movilizó a familias, docentes, referentes religiosos, autoridades y especialistas, que construyeron una red comunitaria de prevención y contención

Por Lucía Cholakian Herrera (*)

Hay temas difíciles de conversar, no sólo para las comunidades donde ocurren, sino entre las autoridades responsables de manejar estas crisis. Y, muchas veces, aquel manto de silencio opera en reproducir su gravedad. El suicidio es la segunda causa de muerte entre personas jóvenes en Argentina. Además, entre los 10 y los 29 años se registra el 35% de los casos totales, siendo el grupo entre 20 y 24 años el más afectado. 

Para 2021, cuando el mundo comenzaba a salir del shock y de las implicancias de la pandemia en la vida cotidiana, Entre Ríos era la provincia del país con la mayor tasa de suicidio: 15,3 casos cada 100.000 habitantes. Este número casi llegaba a duplicar las estadísticas nacionales. Pero un doble click sobre Los Charrúas, un pequeño municipio en el noroeste de la provincia, mostraba cifras aún más serias: 125 casos cada 100.000 habitantes, casi diez veces la estadística provincial.

Los Charrúas es un pequeño municipio en el departamento de Concordia, que era para entonces el conglomerado con el mayor índice de pobreza del país. Tiene apenas un poco más de 3.800 habitantes, pero en 2021 registró ocho casos de suicidio o intento de suicidio, lo que encendió todo tipo de alarmas en la comunidad. Entre 2018 y 2020 se había registrado sólo una muerte de este tipo cada año. Entre los casos de 2021, tres fueron adolescentes o jóvenes. Uno de ellos, menor de 15 años.

Pasar a la acción

Como retrató la escritora argentina Leila Guerriero en Los suicidas del fin del mundo, un libro sobre una serie de suicidios en una localidad petrolera del sur llamada Las Heras, Los Charrúas también había ingresado en un ciclo de desesperanza con consecuencias trágicas. Y, hace cuatro años, el tema se volvió ineludible.

Fue entonces cuando un grupo de familias, docentes, pedagogos, líderes religiosos y especialistas unieron fuerzas para dar vuelta esas cifras. Y lo lograron: pasaron de cinco suicidios en diez meses a uno solo en tres años y medio.

Cuando comenzaron, el desafío era realmente grande. “Había malos indicadores”, recuerda Cristian Arévalo, cura que fue párroco allí hasta principios de este año. “Personas jóvenes que no tenían un proyecto de vida claro, un horizonte, mucha soledad… alta deserción de la escuela secundaria, pocos inicios de estudios terciarios”, recuerda.

“Se detectaba un sin sentido de la vida muy grande”, dice.

Las víctimas eran en su mayoría jóvenes con situaciones dramáticas. Y el shock de la situación despertó protestas entre vecinos que se comenzaron a movilizar para demandar medidas preventivas. Fue entonces que la Municipalidad decidió consultar al psicólogo de Concordia, Sergio Brodsky, que trabaja sobre prevención de suicidio en el departamento de salud mental del Hospital Felipe Eras de esa cuidad hace más de 20 años. A partir de su intervención rápidamente se conformó una Mesa Interinstitucional para la Prevención del Suicidio.

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Un método propio

“El suicidio es multicausal y multidimensional”, dijo Brodsky, “pero los momentos históricos y las crisis, sobre todo, se reflejan en este tipo de situaciones”. Los Charrúas salía, como el resto del mundo, de una pandemia arrasante en lo social, con economías en caída y nuevas dudas existenciales sobre el futuro. “La adolescencia es una etapa que se vive en el afuera del hogar, y lo principal es la socialización”, explicó Brodsky. El aislamiento empeoró el panorama para los jóvenes, que ya padecían la crítica situación económica y falta de oportunidades para sus habitantes.

Por eso el tratamiento del problema no solamente conllevaba la atención de casos críticos de salud mental, sino también la capacitación sobre el tema involucrando a toda la comunidad. De su propuesta formaron parte actores sociales como docentes, iglesias, clubes deportivos, y medios de comunicación locales. 

“El proyecto tenía dos ejes”, dice Brodsky. “Por un lado, la prevención en la comunidad y, por el otro, un abordaje clínico de los casos de riesgo. Para ambos desarrollamos una serie de estrategias comunitarias que fueron útiles para enfrentar este fenómeno multicausal que tiene dimensiones sociales, subjetivas, económicas, laborales, culturales”.

En octubre de 2021 se puso la acción en marcha. Se capacitó a agentes de diversas instituciones, sobre todo en la escuela secundaria. También se realizaron cursos con los alumnos. Allí se abordó no sólo la problemática del proyecto de vida sino otros disparadores de tensión en esa etapa de la vida, como el bullying en las escuelas y las adicciones, ambos factores de riesgo asociados al suicidio.

Romper el tabú y hablar desde la comunidad

Pero no era suficiente hablar con los adolescentes, sino que también había que cubrir aquellas horas que no pasan en la escuela. Así, se realizaron reuniones con padres y se capacitó a policías para una mejor atención en los casos de tentativas de suicidio y emergencias.

“Los Charrúas es un pueblo de inmigrantes que se fueron asentando con sus profesiones y sus cultos. Actualmente siguen teniendo sus iglesias en el lugar”, cuenta Cristian Arévalo. A partir de la migración de distintas comunidades de España, Italia, Alemania y Rusia, allí están establecidos siete credos y trece iglesias, por lo que la dimensión religiosa es muy importante. Arévalo destaca que, en contra de la concepción tradicional de lo religioso, se trabajó para superar el tabú de la culpa para las personas que toman una decisión ante una situación de angustia desesperante.

“Hubo un tiempo de la iglesia como cultura religiosa que los familiares vivían con mucha culpa un suicidio”, reflexiona. “La Iglesia hizo un camino de reflexión, de comprensión de la comunidad”. Arévalo asevera que las personas no se suicidan por no amar la vida, sino como salida a una situación desesperante, una descompresión. “No hay una culpa directa”, dice. El trabajo desde las iglesias en la temática ayudó a toda la sociedad, “porque nos ayudó a hablarlo y sacarlo de la conversación sobre si se ama a la vida o no”.

Y, según Brodsky, el resultado interinstitucional fue sorprendentemente positivo: “Se dejaron mezquindades de lado y realmente se le dio prioridad a la temática”.

Los medios de comunicación también cumplieron un rol importante. Una de las herramientas que utilizaron con eficacia para abrir una puerta para hablar del tema sin exponer nombres propios fue un micro radial que se emitía por “FM SOL”, radio local que se sumó al trabajo comunitario. De este modo se habilitó a que las personas pudieran hacer consultas sobre temas de salud mental anónimamente a través de WhatsApp, sin necesidad de dar su nombre u otros datos. Fue una forma de acceder a una primera respuesta ante una situación de riesgo y habilitar un camino hacia la ayuda profesional en caso de ser necesaria.

Además muchos comenzaron a consultar por situaciones de personas cercanas. “Un poco en broma, un poco en serio, hablábamos de la idea del chismoso solidario”, cuenta Brodsky, quien  participaba personalmente de las emisiones radiales. “El chisme es meterse en la vida del otro para disfrutar de su desgracia. El chismoso solidario se mete en la vida del otro pero para ayudarlo. La radio facilitó que los vecinos detectaran alertas en otros vecinos, sean compañeros de trabajo, amigos o familiares”, profundiza. 

Búsqueda de sentidos

Las víctimas eran mayoritariamente jóvenes. Según Jésica Wallingre, asesora pedagógica, la preocupación era grande porque percibían que los jóvenes estaban emocionalmente inestables. “Tenían poca tolerancia a la frustración, baja autoestima, poco compromiso por la superación personal”, detalla. 

Pero habilitar la escucha no era del todo sencillo con una temática así de delicada. Abrir el diálogo llevó mucho trabajo, sobre todo en las escuelas. De menos a más intenso grado de intervención, las propuestas iban desde facilitar diálogos, abrir espacios de escucha, activar contención en casos problemáticos y atender profesionalmente en el caso de ser necesario.

Pero había más. “Con el tiempo fuimos incorporando cine debates, buscando nuevas estrategias. Pensando espacios donde los estudiantes se sintieran cómodos de participar libremente, poder compartir e intercambiar ideas sobre distintos temas que nos atañen y a ellos también”, menciona. 

Y algo de ese trabajo permite que ahora se imagine un futuro mejor después de varios años de preocupación. La mesa continúa trabajando, ahora sumando a estudiantes de otras franjas para seguir el trabajo de concientización. Y el puntapié fue de ellos: un año y medio después de iniciado el trabajo, el interés por otros alumnos era notorio. Quienes no estaban directamente incluidos en las actividades comenzaron a pedir que se los incluyera. “En un momento en la escuela se acerca una de las chicas y me cuenta que se sentía mal”, recuerda Wallingre. La chica identificó que había un espacio dentro de su pequeño pueblo donde ella podía, también, buscar una salida a la desazón. “Había visto que una de sus compañeras había cambiado y mejorado… entonces se acercó a pedir intervención para ella”, destaca. 

Haciendo una mirada retrospectiva desde que se comenzó a trabajar con este programa, los resultados fueron muy positivos. “Bajó la tasa de suicidios y de intentos. Durante el mes de marzo (de 2025) nos reunimos nuevamente para planificar cómo continuaríamos trabajando en el presente ciclo lectivo y evaluamos cómo se comenzó y cómo estamos hoy. 

El programa implementado por Brodsky no solo se abocó a las escuelas, sino que también abrió sus puertas para trabajar en conjunto con la mayoría de las instituciones. Y creo que fue muy valioso y fructífero para nuestra comunidad”, concluye Wallingre.

(*) Este artículo fue producido con el apoyo de Agencia de Noticias InnContext.